Los Fifís

Por: César Anguiano

No me gustó nada la palabra fifí cuando la escuché por primera vez en boca del ahora presidente electo Andrés Manuel López Obrador. Ignorando todos los matices que la palabra poseía, creí que AMLO sonaba exactamente igual a aquellos que pretendía criticar: pedante, exquisito. Ambas cosas de terrible mal gusto en un país donde la mayoría de la población vive sumida en la miseria. Aun así, me quedé con la impresión de que la palabra fifí podía poseer otras acepciones y matices no evidentes. ¿Por qué unos se sintieron o se fingieron ofendidos con el adjetivo? ¿Mientras que otros, ingenuamente, mandaron imprimir camisitas negras con la leyenda “Soy fifí”, para desfilar el pasado 11 de noviembre en la Cd. de México? La vida es muy corta para resolver todas las dudas que surgen en nuestra cabeza, o nos dejamos ganar por la flojera y las dejamos sin resolver, flotando algún tiempo en nuestra conciencia y luego las olvidamos, como tantas otras cosas. Yo creí que olvidaría ésta, o quizá la olvidé por unos días, hasta que la suerte y el azar quisieron que una noche, antes de acostarme, me acercara a uno de los libreros junto a mi cama. 

Ahí, enfrente de mí, sin haberlo buscado, estaba el volumen 410 de la colección Sepan Cuantos, de Porrúa. De hecho, el mencionado volumen, además del libro de Mademoiselle Fifí, incluye la famosa colección de cuentos que encabeza el de Bola de sebo, así como los relatos que acompañan al de Las hermanas Rondoli. Quizá no esté de más decir que su autor, Guy de Maupassant, junto con el ruso Ánton Chéjov, son reconocidos como los mejores cuentistas de todos los tiempos. A pesar de saber esto, de conocer un poco la obra del francés y haber leído no pocos de sus relatos, no sé por qué creí que Mademoiselle Fifí, sería un simple relato más donde se ridiculiza a alguna señorita presumida de París. Si no fuera por las redes y los medios tradicionales que replicaron hasta el cansancio la palabra, hasta sacarla del olvido y normalizarla, no me habría empeñado en saber lo que de manera consciente o inconsciente quiso decir AMLO cuando arrojó el mote de fifí a sus rivales políticos.

Muchos mexicanos se lanzaron, quizá más oportunamente que yo, a investigar al respecto. Wenceslao Vargas Márquez, por ejemplo, hizo ya un excelente rastreo del origen de esta palabra, su trabajo aparece en la página digital de Entorno político. Sólo que Wenceslao Vargas se declina, al final de su artículo, por hacer caso sólo a la parte menos fea de los matices que la palabra fifí posee. Se agradece que Wenceslao haya investigado el origen de la palabra, lo más probable que francés, aunque tampoco descarta uno inglés. Al parecer se utiliza en Francia desde el siglo XIII. Lo que no se agradece de Wenceslao es que ignore gran parte de lo que él mismo investigó, como esa parte donde explica que la expresión francesa “faire fi de” significa despreciar. O que El sitio en la red expressio.fr dice que “incluso desde el siglo 13 la onomatopeya fi expresa desdén o desprecio. En 1660, Jean Nicot, en su Thresor of the French language escribe que fi se usa cuando el francés aborrece algo.
Así, pues, un fifí no es sólo alguien presumido, sino quizá, y principalmente, alguien que desprecia, que aborrece algo.

En el cuento de Maupassant, Mademoiselle Fifí es, contra lo que pudiera pensarse, un marqués, parte del estado mayor alemán en la Guerra franco prusiana, ocurrida entre julio de 1870 y mayo de 1871 y que permitió entre otras cosas la unidad Alemana. Aunque para Guy de Maupassant, como para el resto de los franceses, por supuesto, dicha guerra fue un desastre, un trauma. Gran parte de su obra no es otra cosa que una sublimación de esa derrota. Si los hombres franceses perdieron la guerra en los campos de batalla, sus mujeres la ganaron en los salones, los cafés y las alcobas. Recordemos la actitud inicial de Bola sebo, con los oficiales alemanes y la falta de escrúpulos de los nobles y los comerciantes ricos que huyen de la zona de conflicto. 

Pero veamos como pinta Maupassant a nuestro Mademoiselle Fifí. El marqués Whilhem de Eyrick, un rubito fiero y brutal con la tropa, despiadado con los vencidos, violento como un arma de fuego. Desde su entrada a Francia sus camaradas le llamaron mademoiselle Fifí. Obedecía este apodo a la coquetería de su expresión, a su talle, que parecía ajustado con un corsé; a la palidez femenina de su rostro, donde apenas asomaba el bozo naciente, y también a la costumbre que adquirió para mostrar su desprecio soberano hacia las personas y las cosas, de usar a cada punto la locución francesa, Phi, phi, donc!, pronunciándola con una especie de silbido. La expresión francesa de hecho, se limita a un solo phi, pero el joven marqués estaba convencido de que uno solo no expresaba todo el desprecio que sentía hacia todo lo que lo rodeaba. 

Maupassant no se entretiene demasiado en el talle del marqués, pero sí abunda en sus brutalidades. Nos dice por ejemplo, que los espejos del comedor y los tapices del castillo de Uville, estaban acribillados por las balas de mademoiselle Fifí, que los retratos y antiguas pinturas habían sido dañadas por el marqués de la misma manera, que cuando le servían vinos y champaña, en lugar de simplemente hacerse rellenar la copa cuando la terminaba, la lanzaba hacia atrás, rompiéndola y haciéndose dar una nueva. 

El día en que transcurre el cuento, llueve a cántaros sobre el norte de Francia, así que nuestro Fifí, obligado al encierro, se aburre un poco. Su manera de combatir el aburrimiento, como podrá sospecharse a estas alturas, es destruyendo. Así que localiza un retrato de una dama en la pared, uno de los pocos que continúan sin daño en el viejo castillo y le hace sendos agujeros en los ojos con sus disparos. Como esta hazaña no logra desvanecer del todo su aburrimiento, al marqués se le ocurre preparar ¡y hacer explotar! una mina dentro del castillo. Cosa que el marquesito improvisa con una preciosa tetera china. Maupassant nos había dicho un poco antes, que el castillo de Uville, hasta antes de la llegada de los alemanes, parecía un museo, lleno de obras de arte y que ahora todo está lleno de escombros, de objetos valiosos, pinturas y esculturas destrozadas. La explosión de la mina aumenta el número de los escombros y los objetos destrozados en el castillo, pero esto sólo provoca aplausos en mademoiselle. 

Un poco antes, a uno de sus compañeros se le había ocurrido organizar una pequeña fiesta con prostitutas, y para ello envían a alguien a traerlas de Ruán. Las prostitutas llegan y una de nombre Raquel, le corresponde a nuestro salvaje y atildado marqués. Sólo que a él, no le basta con haber contribuido a vencer y a ocupar Francia, sino que también juzga indispensable burlarse de los franceses en presencia de las damas de compañía. Cosa que la preciosa Raquel, aunque con cara de judía, no permite ni perdona, llegando al extremo de clavarle un cuchillo al marqués en su preciosa garganta. 

Wenceslao Rojas Márquez se equivoca cuando pasa por alto todo el contexto del cuento, para resaltar sólo el estrecho talle y el atildamiento del marqués. Si Guy de Maupassant intentó algo con su relato, fue resaltar la “brutalidad del invasor”. Lo hizo describiendo al menos media docena de sus actos brutales, pero también por contraste. Mademoiselle Fifí no es sino un apodo irónico, uno que pretende contrastar, hacer más evidente, el carácter salvaje del marqués. Lo mismo hizo AMLO, así sea de manera inconsciente, cuando se refirió a sus enemigos políticos como fifís. La gente poco educada, los preciosos ridículos de siempre y de cualquier país, están prestos a suponer que no hay nada verdaderamente ofensivo en ese adjetivo. “Si viene de Francia, entonces es elegante”, piensan. Pero si leyeran con atención el cuento de Maupassant, verán qué bien se retrata con la palabra fifí, a una buena parte de la burguesía mexicana, sobre todo a esa que aceptó aliarse o hacerse de la vista gorda con los gobiernos de Calderón Hinojosa y Peña Nieto. Recuerdo por ejemplo a Peña Nieto y sus viajes a Los Ángeles con el único propósito de comprarse ropa, los trajes de 100,000 pesos que le gusta usar y su declaración de que a los mexicanos ningún chile nos embona, recuerdo su represión en Atenco, los 43 estudiantes desaparecidos, los cientos de fosas clandestinas a todo lo largo y ancho del país; recuerdo a su hija Paulina llamándonos prole, y luego a otra de sus hijas, o la misma, no sé, escribiendo “Mi mayor pecado, es haber nacido en México. Mi mayor virtud, saber escoger mi ropa”. Recuerdo a Videgaray disponiendo de 10 billones de pesos de los fondos de retiro de todos los mexicanos y luego aconsejándonos, diciéndonos que debemos acostumbrarnos a nuestro nuevo modo de vida, es decir, acostumbrarnos a la nueva miseria que construyeron para nosotros.

Recuerdo a Carlos Slim enumerando, según él, las partes que conforman México: el estado, la policía, el ejército, la iglesia, los empresarios, los empleados y los desempleados. Así, según él, en orden de importancia: primero las instituciones, las cosas, y al final, los seres humanos. Los desempleados. 120 millones de mexicanos. Recuerdo a Aurelio Nuño recomendándonos “ler” enfundado él también en un traje de 100 o 200 mil pesos. Recuerdo de nuevo a Peña declarando que sólo los ignorantes son incapaces de ver los logros de su gobierno. Recuerdo las minas a cielo abierto, los inmensos y peligrosos agujeros dejados a veces al pie de pueblos y ciudades. Recuerdo el fracking, la represión contra los maestros y el personal médico; los tanques y los escuadrones de asalto para despejar el zócalo de la ciudad de México. La lista es enorme y podríamos llenar varias páginas enumerando esas brutalidades. Aunque seguramente, para la todavía primera dama, Angélica Rivera, para sus hijas y sus hijastras, lo que distinguió a este sexenio fue la elegancia. Pero quienes lo sufrimos sabemos bien que su sello, fue más bien la brutalidad y la falta de piedad hacia millones de mexicanos, hacia su inmensa mayoría. Lo que nos conforma un poco es que este gobierno, igual que el marqués, el Mademoiselle Fifí del relato de Maupassant, ha terminado en la lona, derrotado por su propia ceguera y salvajismo, derrotado por un pueblo al que se creía obligado a maltratar y a humillar sin descanso.